Los azares y las elecciones propias y de otras personas me han llevado a la ciudad de Ginebra, a orillas del lago Leman, en la Suiza francófona. Ciudad donde paso los meses de julio y agosto, evitando así el tórrido e insoportable verano madrileño.
El mismo Borges, quien murió en esta villa en 1986, dijo que era la ciudad del mundo más propicia para la felicidad. Y lo cierto es que este lugar es mucho más que el destino de árabes del golfo que escapan de los cincuenta grados del vérano oriental y de aquellos pequeños y grandes defraudadores que vienen a contemplar el estado de sus fortunas, amparados en el secreto bancario, uno de los pilares del bienestar suizo.
Ginebra es una ciudad ordenada, de tráfico bastante fluido, llena de bicicletas, patinetes y rollerblades. En la que puedes montarte en una barquita que cruza el lago Leman – las mouettes- con el abono transporte, sin pagar un duro más. Un lugar donde se puede obtener una bicicleta prestada para casi todo el día con sólo presentar un carnet de identificación y una pequeña fianza de 20 francos suizos- unos quince euros-. Una ciudad en la que si el horario del tren dice que sale a las 11.38, el tren sale a esa hora exacta, no en vano son los relojeros del mundo.
Quizás la característica más evidente de la Ginebra actual sea la mezcla, el multiculturalismo para algunos, el mestizaje para otros. Pero lo cierto es que este país se construye desde hace muchos años a fuerza de emigrantes y eso se puede ver en todas partes, en las mil lenguas habladas en sus calles. Por otro lado lo suizo casi desaparece en ocasiones. Entre los restaurantes árabes, hindúes, italianos, chinos, tailandeses y hasta etíopes y coreanos, casi resulta complicado encontrar uno suizo. Y cuando lo encuentras, sólo hay platos típicos del invierno: raclette y fondues, regados con un vino infame y una cerveza más que aceptable.
El mismo Borges, quien murió en esta villa en 1986, dijo que era la ciudad del mundo más propicia para la felicidad. Y lo cierto es que este lugar es mucho más que el destino de árabes del golfo que escapan de los cincuenta grados del vérano oriental y de aquellos pequeños y grandes defraudadores que vienen a contemplar el estado de sus fortunas, amparados en el secreto bancario, uno de los pilares del bienestar suizo.
Ginebra es una ciudad ordenada, de tráfico bastante fluido, llena de bicicletas, patinetes y rollerblades. En la que puedes montarte en una barquita que cruza el lago Leman – las mouettes- con el abono transporte, sin pagar un duro más. Un lugar donde se puede obtener una bicicleta prestada para casi todo el día con sólo presentar un carnet de identificación y una pequeña fianza de 20 francos suizos- unos quince euros-. Una ciudad en la que si el horario del tren dice que sale a las 11.38, el tren sale a esa hora exacta, no en vano son los relojeros del mundo.
Quizás la característica más evidente de la Ginebra actual sea la mezcla, el multiculturalismo para algunos, el mestizaje para otros. Pero lo cierto es que este país se construye desde hace muchos años a fuerza de emigrantes y eso se puede ver en todas partes, en las mil lenguas habladas en sus calles. Por otro lado lo suizo casi desaparece en ocasiones. Entre los restaurantes árabes, hindúes, italianos, chinos, tailandeses y hasta etíopes y coreanos, casi resulta complicado encontrar uno suizo. Y cuando lo encuentras, sólo hay platos típicos del invierno: raclette y fondues, regados con un vino infame y una cerveza más que aceptable.
Aún me queda mucho tiempo aquí en esta ciudad, así que espero contaros más cosas pronto.
Saludos.
2 comentarios:
U saludo veraniego...
disfruta de un lugar tan fantástico y recarga las pilas!!
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